Pesadillas de una Ciega

CUENTO MEXICANO

Imagen obtenida de Pixabay

Como recorriendo una lemniscata (el símbolo de infinito), así transcurren algunas historias; al menos eso me parece, en una sarcástica figura donde el principio y el fin, están siempre entrelazados, lemniscatas que se vuelven tan complejas que recrean callejones que pareciera… no tienen salida.

Capítulo 1 – LA PESADILLA

Bí thogi ndunthe ya pa, pe ndunthe ya pa, ar dängu bí be ar de: thä jar jo’mi, pa ndi hñäts’i ma ‘na jar ha: i ho xki thets’i ar dehe. Ho: ntho mar me:ti ya thä. Bí hñeki ar jo’mi pa ndi ‘ñägi ya thä. (El Origen del Maíz, cuento Otomí… Fragmento)

Traducción: Hace mucho tiempo, pero mucho tiempo, la rata robaba el maíz del tapanco para llevarlo a otra tierra, rodeada de agua. La rata era la única dueña del maíz. Agujereaba el tapanco para robar las mazorcas. (El Origen del Maíz, cuento Otomí… Fragmento) **1

Cecilia Caballero una chamaca bien chula y risueña, dicharachera y con la melena alborotada al viento como los elotes, aún a la fecha algunos la recuerdan en el pueblo.

Si, eso dicen… llegó a Temoaya bien chamaca; era muy buena con los hilados, la coloración de telas y la cocina, también le gustaba cantar.

Le pusieron Cecilia por Santa Cecilia, la patrona de los músicos, los poetas y los ciegos. Santa Cecilia prefirió ser torturada hasta la muerte antes que entregar su virginidad, por eso la madre de Cecilia le puso así, a ver si ella rompía con la maldición que había atormentado a las mujeres de su familia, que tarde que temprano los hombres de razón se las acababan cogiendo y llenando de hijas que tarde que temprano alguien más se acabaría cogiendo también. Esa había sido la historia de sus ancestras, que siempre acababan muriendo jóvenes, pobres y llenas de hijas. Las mujeres Caballero. Las malas lenguas dicen que a alguna de sus antepasadas se la había cogido un español, por eso lo de los pelos de elote y la maldición de la malinche.

Al igual que les había pasado a muchas en su familia, desde muy chica Cecilia se quedó huérfana. Su madre murió en Acambay, en los tiempos de Madero, aplastada en la iglesia que se calló en el terremoto de 1912. Por eso su familia se mudó y se la llevó de arrimada cuando todavía no sabía ni hablar. La criaron entre algunas tías lejanas, pero nadie se quería hacer responsable de ella, era una bastarda.

Para la mayoría de las mujeres del pueblo no era muy bien visto que anduviera por ahí rondando y cerca de sus casas; la circunstancias y la gente hicieron que fuera carbonera, para algo le tenía que servir ese cuerpo fuerte y sus piernas largas… casi todo el día caminaba a la mina recorriendo a pie varios kilómetros. Cargaba su mecapal de carbón y regresaba a surtir a las señoras del pueblo. Así la mantenían alejada y ocupada, útil pues.

Aprendió los oficios y costumbres de las mujeres de Temoaya, y también hablaba muy bien otomí; lo que también aprendió fue a mantenerse alejada de todos, sobre todo de los hombres… mujeres como ella solo traían problemas.

Cecilia vivía sola en una choza, no tuvo más que una hermana que murió al nacer. Ella se encargaba de sí misma y se mantenía lo más alejada que podía de cualquier problema, había heredado eso como un instinto de supervivencia.

En la historia de las mujeres de su linaje, no hay muchos nombres masculinos que aludir. Sin embargo, las huellas de estos en el pasado y las consecuencias en los futuros están siempre ahí, como una pesadilla.

Cuentan, que un día llegaron los de la revolución buscando muchachas y Cecilia que había sido bien abusada para escabullirse de cualquier cabrón, se enterró bien adentro del carbón que Don Lupe le hacía el favor de almacenar en la tiendita junto a la escuela. Los zapatistas entraron y buscaron por todos lados. No la pudieron encontrar.

Cecilia salió toda negra después de estar escondida por más de 8 horas, y al mirarse al espejo se imaginaba: si su color de piel fuera otro, tal vez su suerte sería mejor… o peor.

A pesar de tantas cargas y tantos caminos, tanto correr y esconderse, Cecilia no pudo evitar su destino. La mañana del 11 de agosto (día en que se conmemoraba a la Santa hace muchísimos años) dio a luz a una niña, Inés … Inés Caballero le tuvo que poner, porque tampoco tuvo padre.

Nunca se supo quién o bajo qué circunstancias la había preñado. Tampoco se sabe qué enfermedades habrá tenido el hombre que la dejó encinta, porque su cría nació entre gritos de dolor, sangre, placenta, excremento y pus, mucha pus.

Así recibió el mundo a Inés. La partera tomó a la criatura en sus brazos y le dijo a Cecilia: Újule Seño … yo no creo que esta niña viva muchos años, está rete enferma y seguramente será ciega. Dígame si quiere que llamemos a la curandera a ver que puede hacer. Igual y hasta le conviene mejor que la criatura ni viva. ¡Uste está re sola!

Cecilia pensó, – Por algo me pusieron Cecilia, el nombre de la patrona de los ciegos, Inés ¡ya verás! – le dijo a la criatura apretándola hacia su pecho que ya sudaba calostro-, vas a vivir y para ti todo será diferente. Santita por favor, si me salvas a mi hija y haces que vea, te la consagro virgen, poeta y música como tú.

Manzanilla con rosas, azafrán y agua bendita… con ese menjurje le hicieron cataplasmas a Inés y le limpiaron los ojos que estaban sellados con costras amarillas, le pusieron los fomentos durante 7 días de luna nueva y los iban juntando todos en un paño más grande, envolviéndolos y poniéndolos al lado de un altar que habían levantado a Santa Cecilia.

La curandera fue a tirar el paño al cruce, justo donde terminaba Temoaya y empezaba el camino a la capital. Su remedio tenía efecto sólo si se arrojaba en un cruce de caminos después de aplicado. Era seguro que la paciente vería, nadie podría asegurarle que lo que vería le haría feliz.

Cecilia nunca le contó a nadie. Inés vio y vivió.

Cecilia con todo e hija fue galanteada por el carnicero del pueblo, Don Honorio un viudo de 50 años. Cecilia tendría 19 años e Inés apenas unos años. Con la esperanza de que su vida cambiara y dejaran de vivir lo que habían vivido todas en su estirpe, Cecilia aceptó irse a vivir a la carnicería. Sabía que sería un trabajo duro, pero seguramente tener un hombre en su vida y que este hombre le diera un varoncito por hijo en algún momento, podría cambiar su pinche suerte. Ninguna de las mujeres de su familia había tenido esta fortuna y Don Honorio ¡hasta cantaba en la Iglesia! … no podía ser mala persona.

Honorio hacía longaniza, la mejor longaniza que se hace hasta ahora en México se sigue haciendo en esa carnicería de Temoaya, “La Esperanza”. Cecilia cuidaba a don Honorio en todo, por todo y de todos, porqué él la había rescatado, le había asegurado un techo y trabajo. A Cecilia le tocaba trabajar en la carnicería, cobrar, limpiar, cocinar, complacer a Don Honorio y masajearle sus pies al final de cada día, el pobre acababa destrozado de tanto estar de pie despachando. Con Cecilia, las ganancias de la carnicería aumentaron:

– Además de chula … lista mi Cecilia, quién iba decir que de carbonera saldrías tan buena pa’ las cuentas. A ti no te hacen pendeja con los números tan fácil como a mí.

La pequeña Inés creció y vio. Quizás algo dentro de su ser le decía que la vista era un don que no le iba a ser dado inicialmente, así que lo aprovechó como nadie. Leía todo lo que podía, todo lo que llegaba a sus manos, desde niña se apasionó por los libros, en especial los de poesía que le prestaba Don Honorio.

Era la niña más observadora y lista de la clase, lo veía y lo recordaba todo.

A Cecilia no le gustaba mucho que su hija saliera de la casa, estaba rete bonita y cualquier cabrón se podía pasar de listo. Así que casi todo lo que aprendió Inés fue en la carnicería, en la casa, en el patio, en el huerto de la casa, en los libros que le prestaba el Don y en el Corral.

Y le tocó ver tantos cambios entre los años que vivió sola con su mamá y ahora que vivían con Don Honorio a quien nunca llamó Papá. Inés reconocía como familia sólo a su madre.

Desde que se fueron a vivir con el carnicero, Cecilia y su hija nunca más volvieron a sufrir los desprecios de la gente en la calle. En las misas Don Honorio tocaba el Órgano, en la capilla del Señor Santiago y tenía el respeto de mucha gente del pueblo.

En las fiestas grandes, ellas se podían sentar en las bancas de hasta enfrente… donde se sentaba la gente de razón, como los solía llamar la gente del pueblo. Inés también vio el nacimiento de sus 4 hermanas. Así es… ningún varón.

Pero las mujeres Caballero no suelen tener tanta suerte.

No pasó mucho tiempo antes de que Inés, al entrar a la carnicería, pudiera ver con sus propios ojos a don Honorio tirado en el piso con los ojos hacia atrás. El pobre murió repentinamente de un paro cardiaco cayendo en medio de destajos de animales y empapándose con la sangre que durante muchos años lo había alimentado a él, a su primera familia y luego a su familia con Cecilia.

Cuando don Honorio murió, aunque Cecilia se sabía fuerte (había cargado en su espalda carbón durante más de 10 años y no había necesitado de nadie) también sabía que en aquel pueblo necesitaría otro hombre que la respaldara, ya no era lo mismo… ya tenía 5 hijas. Si no un hombre, por lo menos buscaría un ayudante que le echara la mano para cargar, cortar, despachar, cuidar… para que la gente no la volviera a mirar y a tratar como antes. Así que buscó un mozo… Aurelio, que le recomendara Doña Remedios.

Aurelio era un buen muchacho de 18 años más o menos, que se había quedado huérfano hace no mucho porque sus padres habían muerto intentando cruzar la frontera. Era muy tímido e inseguro, así que Cecilia sintió lástima por él y estaba dispuesta a hacer por alguien lo que en su momento nadie hizo por ella.

Aurelio se integró perfectamente a las labores de la carnicería y en menos de un año ya dominaba el negocio; la gente lo reconocía ya como el Carnicero, se había sabido ganar su lugar y eso hizo que hasta la expresión le cambiara, había quien lo llamara Don Aurelio.

Inés tan observadora e inteligente como era volvió a ver, y vio perfectamente como Aurelio, que era un poco bizco y más abusivo de lo que ellas suponían, pellizcaba las ganancias del día, sacando dos o tres pesitos que creía nadie se daría cuenta. Y como Cecilia estaba demasiado ocupada cuidando a las otras 4 hijas que le había dejado don Honorio, no tenía tiempo ni cabeza de cuidar cada movimiento de Aurelio, pero confiaba en él … finalmente lo había recomendado la maestra Meyos que diario iba a misa.

Inés empezó a ir al catecismo. Y ahí le enseñaron, entre otras cosas, que robar era un pecado, y armándose de valor y aun con las miradas amenazantes de Aurelio sobre su nuca, decidió hablar con su mamá y contarle todo.

– No me chingues Inés, no podemos correr a Aurelio ni siquiera acusarlo. Pa’ empezar es recomendado de la Maestra Meyos y luego… a nosotras no nos falta de comer… y además que no ves que nos tocó ser pura vieja…. Donde voy a encontrar a otro que me eche la mano… y aun peor, que en lugar de robarse dos o tres pesitos nos vacíe la casa o nos haga cosas peores, los hombres son bien cabrones… ya te tocará conocerlos. Tu papá… bueno, don Honorio nos dejó muy bien cubiertas con la carnicería…yo no la puedo manejar, tu tampoco… para tu desgracia también eres mujer y estás bien chamaca, aunque esas chichis que tienes ya parecen como de una mujer. Yo no voy a correr a Aurelio por dos o tres pesitos. Cuando mucho hablaré con él, mañana lo hago … te lo prometo.

Aurelio había oído todo,

– Pinche Inés chivata, ahora sí va a saber quién soy.

Así que cuando Cecilia se llevó a las niñas a dormir la siesta… Aurelio aprovechó el momento para ir a arreglar cuentas con Inés y demostrarle quién mandaba ahí, si una pinche chamaca que se perdía entre los libros y el huerto o el nuevo Don Carnicero.

Inés había salido a hacer sus necesidades al corral. Ahí fue donde Aurelio la encontró… ahí fue donde Aurelio vio que ya no era una niña, ahí fue donde Inés no vio como Aurelio se acercaba. El venía muy crecido, porque sabía que hiciera lo que hiciera, esas viejas lo necesitaban… que hiciera lo que hiciera nunca iba a pasar nada.

Se acercó a Inés la miró de frente y le hizo con un golpe bajar la mirada, Inés vio que tenía los calzones abajo. Ya no se los pudo subir.

Ni siquiera entendía lo que estaba pasando, a ella nadie le había hablado de sexo, pero de alguna forma sabía que era el destino de las mujeres: “Que te cojan es una agresión contra la mujer”, es lo que su madre siempre decía… una forma de marcarla como animal y hacerle saber a ella y a todos que ya pertenecía al ganado de alguien.

Inés había visto y vivido como su mamá después de juntarse con Don Honorio se desaparecía a ratos para volver ajustándose la ropa y don Honorio subiéndose el pantalón. Veía como los hombres miraban a su madre antes de don Honorio y notó también como empezaron a bajar la cara cuando ya iba del brazo de él, como si se hubiera vuelto su propiedad. Sabía que las señoras viudas del pueblo y sus hijas jóvenes se escondían cuando pasaban los rancheros a caballo para que no se las robaran. Había visto como otras señoras discutían o lloraban cuando sus maridos salían de la casa de alguna otra señora… sabía que ellas, todas las mujeres del pueblo eran como las gallinas que se persiguen por el corral cuando se quiere hacer un buen caldo. No estaba segura si eso que le estaba pasando era la forma en que a todas las mujeres les tocaba ser marcadas por un hombre, nadie hablaba de eso. No sabía si simplemente le había llegado el momento, si a partir de ese momento iba a pertenecer a Aurelio y tenía que ser su mujer. Pero le dolía, sólo podía recordar la historia de Santa Cecilia y como ella también tuvo que soportar el sufrimiento de sus agresores hasta la muerte. ¿Sería que ahí iba a morir, en ese corral?… Empezó a sangrar de entre las piernas. Cerró los ojos… no quería ver lo que pasaba:

– Abre tus pinches ojos, quiero que me veas. – Le dijo Aurelio

Inés quería correr, pero no pudo hacerlo. Lo que pasó después de que Aurelio se le acercara prácticamente lo borró de su mente.

No pasó una vez, pasó varias veces. A su mente venían constantemente las palabras de su madre “Somos puras viejas no podemos estar sin Aurelio… imagínate que vinera alguien peor”, …. Inés no podía creer que hubiera algo peor, pero quizás lo había. Prefería a veces no ir al corral por días, hasta que no podía aguantarse más, muchas veces ya la esperaba ahí Aurelio.

Inés no dijo nada. Y efectivamente, sin contar lo que pasaba en su cuerpo, su mente y sus ansias, pesadillas y dolores, sus sangrados…, no pasó nada.

A Temoaya llegó una misión de monjas Vizcaínas y estuvieron dando pláticas. Estaban buscando mujeres que se quisieran ir en misión pastoral a la capital.

Aunque a su madre no le gustara que salieran porque las calles eran peligrosas, Inés le pidió permiso para ir a la plática. Inés escuchaba en un éxtasis total todo lo que decían, era como si alguna fuerza mucho más poderosa por fin se hubiera apiadado de ella, hubiera visto lo que pasaba en el corral y hubiera venido a salvarla. Ella sabía que la vida no podía ser tan injusta.

Todas esas frases de que decían las madrecitas: del Dios que habla por el que calla y la promesa de nuestro señor Jesucristo que aseguraba un castigo ejemplar para el que lastimara un niño (¿o niña?… eso no estaba muy claro), y saber que el hijo de Dios había sufrido, fue humillado, sangró y había tenido que callar por un bien mayor… ¡Igual que ella!…  hacía que las manos le sudaran, los ojos se le llenaran de lágrimas y se enamoró de Dios.

Y fue ese día que Inés decidió unirse a las monjas vizcaínas y dejar su pueblo natal para poder alejarse de todo lo que tanto la había lastimado. Pensaba que así podría romper la maldición de las mujeres de su familia, las mujeres Caballero.

Después de dejar Temoaya, Inés nunca le contó a nadie, sabía que nada iba a pasar.

Capítulo 2- LEMNISCATA

– Perdóname Paloma, todo es mi culpa, yo nunca sospeché de él. Siempre me pareció buena persona de verdad perdóname (Decía la madre de unos 60 años, llorando al lado de la cama del hospital a su hija de aproximadamente 20 años)

Paloma con múltiples golpes en el cuerpo y en la cara y rastros de la violación que había sufrido, yacía en aquella cama sin decir una sola palabra, como si no pudiera ser consciente de lo que pasaba.

Sólo se sabe que regresaba de la iglesia con su novio, un día en el que no debió salir, a una hora que no debía, por un lugar por el que no debió pasar. Algunos testigos dicen que los vieron discutir y que luego se perdieron entre las torres de luz y las milpas…

Y fue ahí donde todas las espirales y ciclos de sus antepasadas, todos los miedos no enfrentados por su historia se volcaron encima de ella, materializados en un pito que la penetró, un hombre que la golpeó y la uso como si fuera un objeto, la secuestró, la calló, la ató y la humilló como si fuera una venganza. Pero no se sabe por qué lo hizo. Él no aparece por ningún lado. Ahora Paloma está atrapada en un laberinto que debe recorrer hasta el final… no hay marcha atrás, y será sólo su problema, de nadie más.

Paloma tenía muchos problemas con su novio, era violento, pero no le contó a nadie, sabía que nada iba a pasar.

– Mamá – sollozó Paloma medio moribunda por dentro y por fuera, sangrando sobre la cama del hospital – Te soñé, fue muy raro…. te soñé vestida de monja, no sé por qué, … rezabas y llorabas en medio de mucha sangre. Pedias que se fuera aquel hombre…, ¿Cual hombre mamá? ¿Porque soñé eso?, donde estoy. Mamá… mamá, ayúdame quítamelo de encima…. Mamá por favor…. ¡Escúchame no me dejes con él, no es bueno como todos creen!

¡Fue mi culpa mamá, yo sé que fue mi culpa! Monseñor Reyna me pidió que me quedara más horas en la iglesia y yo no lo quise escuchar, fue mi culpa.

– Paloma cálmate, ya viene el doctor cálmate por favor. Él ya no está aquí… aquí estás bien, protegida. El doctor es bueno y nos va a ayudar, verás como las cosas pronto estarán mejor.

– Y mis hermanas, donde están mis hermanas…. Mamá… ¡por favor ayúdalas!, que no estén solas, porque fuimos mujeres mamá, me quiero morir mamá me quiero morir, no quiero tener un hijo, ¿ya me revisaron?… – decía mientras se golpeaba el vientre – que me saquen de aquí, no quiero estar aquí, ni en ningún lado…. – Mientras el doctor le ponía un tranquilizante para que se quedará nuevamente dormida.

– No se preocupe Contadora, su hija se va a recuperar muy pronto.

Inés miró a la ventana y suspiró… ¿será que algún día esto cambiará?

– Paloma, mi querida Paloma – Le decía Inés mientras le acariciaba la melena de espirales revuelta con sangre – …. En ningún lugar estamos seguras, ni en las minas, ni en los corrales, ni en las iglesias, ni en las ciudades. Te prometo que vamos a comprar una isla donde sólo viviremos nosotras. Mi querida Paloma, por lo menos tú eres la primera que lo puede gritar, dijo Inés resignada.

Pesadillas de una ciega

Cuento mexicano.

Autora: Martha Yolanda Vargas Caballero (y/o Paloma Domitsú)

Referencia:
**1 (Consultado en octubre de 2017) Cuento de Doña Camila de San Ildefonso Tultepec, El origen del maíz para los humanos
https://yaakonline.wordpress.com/2010/03/01/cuentos-en-el-otomi-de-amealco-i/

Publicado por

palomadomitsu

Soy un poco de todo a lo que todos tememos ser, además de siempre haber sido Paloma Domitsú.

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